Te comparto éste artículo en donde se explica el porqué los cristianos católicos nos hincamos.
En otras religiones no se hace, incluso en varias otras acepciones cristianas no se hincan, aduciendo que no se debe uno rendir ante una imágen (tomado sí de la Biblia, pero no con una correcta interpretación)
Jesús mismo en su Calvario cayó varias veces de rodillas ante el peso de la cruz. Y no hizo ningún intento para no caer.
Jesús mismo aceptó la ayuda del sirineo cuando un soldado obligó a éste a auxiliarlo. Pudo perfectamente rechazar la ayuda y no lo hizo; sumisamente la aceptó.
Eso es lo que Jesús mismo nos enseñó con sus palabras y con sus hechos y actos.
No rechazó su cruz, no se rebeló ante ella. La tomó firmemente y avanzó, sin importar cuántas veces cayera de rodillas. El no se arrodillaba ante el poder de quien lo latigaba y lo insultaba. Aceptaba su cruz y las consecuencias de cargarla.
Jesús pudo con una palabra, terminar con su Calvario. Con negarse a sí mismo, y con ello, negar a su Padre, pudo terminar con el sufrimiento, con el dolor y la humillación de ser llevado, crucificado y alzado como ladrón o criminal. Y no lo hizo.
Lo explica mucho mejor que yo, monseñor José Ignacio Munilla, obispo de Palencia, con motivo del Corpus Christi.
Por José Ignacio Munilla Aguirre
PALENCIA, jueves, 11 junio 2009 (ZENIT.org).-
* * *
En la homilía que Benedicto XVI pronunciaba en el Corpus del año pasado, realizaba una hermosa catequesis sobre el significado de esta postura corporal en la oración y en la liturgia: "Arrodillarse en adoración ante el Señor (...) es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros los cristianos, sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento".
En su obra "El espíritu de la liturgia", el entonces Cardenal Ratzinger daba respuesta a la objeción que juzga que la cultura moderna es refractaria al gesto de "arrodillarse". Con clarividencia y profunda convicción afirmaba que "quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o una liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto central".
El hecho de que en nuestros días se esté extendiendo la costumbre de permanecer de pie en el momento de la consagración en la Santa Misa, o de que se suprima alegremente la genuflexión al pasar ante el sagrario, no parece que sea algo casual o insignificante. La "herejía" más extendida en nuestro tiempo -la secularización- no se caracteriza tanto por negar verdades concretas del Credo, cuanto por debilitar la firmeza de nuestra adhesión a la fe. Da la impresión de que lo políticamente correcto fuese creer a "cierta distancia", sin entregar plenamente nuestro corazón. En el fondo, estamos ante el olvido de aquellas palabras de Jesús: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero" (Mt 22, 37-38).
No podemos olvidar que la adoración es el mejor antídoto frente al relativismo y que, por lo demás, es indudable que la genuflexión está estrechamente ligada al acto de adoración: Es el reconocimiento que la creatura hace del Creador, es la manifestación humilde de nuestra sumisión ante un Dios todopoderoso que, paradójicamente, también "se ha arrodillado" ante nosotros en la encarnación, en su muerte redentora, y en su decisión de permanecer entre nosotros en la Sagrada Eucaristía.
Mención aparte merecen tantas personas que bien quisieran poder expresar de rodillas su adoración a Cristo, y que por limitaciones físicas se han de contentar con hacerlo con una inclinación u otros gestos de fervor y cariño. ¡Cuántas lecciones nos dan con su valiente perseverancia, sin rendirse a sus "achaques"!
Comulgar "a Cristo" y comulgar "con Cristo"
"El segundo mandamiento es semejante a éste: 'Amarás a tu prójimo como a ti mismo'. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas" (Mt 22, 39-40). En efecto, el acto de adoración a Dios es consecuentemente seguido del ejercicio de la caridad con todos los necesitados. Éste es el motivo por el que la Iglesia ha unido los dos días "más eucarísticos" del año (Jueves Santo y Corpus Christi), a nuestro compromiso con los pobres, ejercido especialmente a través de Cáritas.
El acto de comulgar no termina con la recepción del sacramento. Recurro de nuevo a otras palabras del Cardenal Ratzinger recogidas en el citado libro: "Comer a Cristo es un proceso espiritual que abarca toda la realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre en mí, de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran 'nosotros', de manera que lleguemos a ser uno solo con Él".
Por lo tanto, comulgar "a Cristo" supone también comulgar "con Cristo", es decir, comulgar con todo lo que Él ama, con sus preocupaciones, alegrías, esperanzas y sufrimientos... de una forma especial, con sus predilectos, los pobres. Ciertamente, estamos ante dos señales determinantes para evaluar la calidad de nuestra participación en la Sagrada Eucaristía: la actitud de adoración y -fruto de ésta- nuestro compromiso con los necesitados.