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4.-LOS QUE NO PERTENECEN A LA IGLESIA TIENEN POSIBILIDADES DE SALVACION



1.-NECESIDAD DE LA MISION PARA SALVARSE
2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION
3.-NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE
4.-LOS QUE NO PERTENECEN A LA IGLESIA TAMBIEN TIENEN POSIBILIDADES DE SALVACION


También los que no pertenecen formalmente a la Iglesia tienen posibilidades de salvación.
Están ordenados a ella por su votum, por su deseo de salvación.

Gracias a él también están abiertas para ellos las puertas de la eficacia salvadora de la Iglesia. Mediante el votum caen en el salvador campo de influencia de la Iglesia. Los hombres que se salvan por su votum de entrar en la lglesia son salvados no en la Iglesia, sino por la Iglesia. El principio «fuera de la Iglesia no hay salvación» se aproxima a la significación de que sin la Iglesia no hay salvación. No expresa un principio personal, sino objetivo. No estatuye quién se salva, sino por qué se salva. 

No se delimita el círculo de los hombres salvados, sino que se describe el camino por el que se salvan todos los que se salvan. Todo el que se salva, se salva por Cristo y sólo por Cristo. No hay otro camino hacia Dios. Pero Cristo no se comunica inmediatamente a los individuos aislados. Habría podido hacerlo. Pero determinó de otro modo el camino de la salvación.

Se apodera del individuo sólo en la comunidad, a saber, por medio de la Iglesia, su instrumento. La actuación salvadora de Cristo pasa por la Iglesia. Lo mismo que el Padre celestial nos infunde su vida divina por medio de su Hijo hecho hombre, es decir, lo mismo que la gracia emprende el camino que pasa por la naturaleza humana de Cristo para llegar a nosotros, Cristo actúa también santificadora y salvíficamente sobre el ser humano en la Iglesia y por la Iglesia. Normalmente obra la salvación por medio de la palabra de la predicación de la Iglesia y de la realización de sus sacramentos. 

En la palabra y en el sacramento se apodera Cristo del hombre y lo presenta ante la faz del Padre. No tenemos por qué discutir los motivos que Dios haya tenido para elegir este camino de salvación.

Quien quiera llegar a Dios debe emprender ese camino, si lo conoce. No puede llegar por cualquier otro camino a la bienaventuranza y a la salvación, si conoce el camino elegido por Dios. Salirse de él significaría apartarse de la voluntad de Dios.
Pero a la vez hay que pensar que Cristo mismo, que es quien obra la salvación en la Iglesia, no se vinculó formalmente a la palabra y al sacramento en su obra salvadora (Santo Tomás).

Cierto que remitió a los hombres a la palabra y al sacramento, de forma que nadie que conozca esta disposición divina puede despreciarlos, sin perder su salvación. Pero Cristo sigue siendo libre en su acción. Su brazo no se ha acortado; puede llegar donde quiera. Puede bendecir y consagrar donde plazca a su amor inescrutable. Sólo el Cristo operante en la Iglesia da la salvación, pero su obra salvadora no se limita al espacio de la Iglesia. Puede llegar donde quiera, más allá de la Iglesia saltando todas las murallas y obstáculos. No tiene límites. Cierto que no podemos comprender ni siquiera captar esa actividad de Cristo.

Ocurre totalmente en lo oculto. No podemos hacer más que presentirla, cuando nos encontramos con un amor desinteresado e incondicional, con la sinceridad y la nobleza y fidelidad. Cuando la actividad salvífica de Cristo se realiza del modo normal establecido por Dios, por la palabra y el sacramento, es comprensible para nosotros. 

Entonces se puede decir: aquí está Cristo y allí también. Cuando el hombre no hace fracasar con su resistencia la obra de Cristo, de esa obra salvadora puede decirse: quien cree y se bautiza, será salvado (Mc. 16, 16). 

Sin embargo, la forma extraordinaria (vía extraordinaria) de la obra salvadora de Cristo, por mucho menos perceptible que sea, no es menos real. Nos es garantizada por la seguridad de que Dios quiere la salvación de todos los hombres (I Tim. 2, 4). Nadie se pierde si él mismo no quiere perderse, estar lejos de Dios. Pero todo el que se salva es salvado por Cristo que obra en la Iglesia, que es la Cabeza de su Cuerpo, la Iglesia. Con otras palabras:

para todos es la Iglesia, por ser el Cuerpo e instrumento de Cristo, la madre que los engendra para la vida eterna, la conozcan o no.

Quien es salvado, sin saber nada de la Iglesia o sin creer que la Iglesia católica es la Iglesia de Cristo, se encuentra en la situación del niño que no sabe a quién debe la vida. No hay, según eso, salvación sin la Iglesia. Pero en determinadas circunstancias puede haber salvación sin incorporación formal a la Iglesia.

Ineludible presupuesto por parte del hombre es el estar dispuesto a recibir la salvación de la Iglesia, es decir, el deseo de entrar en la Iglesia (votum Ecolesiae). Este deseo puede ser despertado expresamente y puede estar incluido en otro acto (por ejemplo, en el amor de Dios).

En estas reflexiones hay que distinguir entre la situación de los bautizados no-católicos y la de los no-bautizados. Sus posibilidades de salvación son muy diversas. Por el bautismo el hombre es incorporado a Cristo. El carácter bautismal es el fundamento ontológico de la incorporación a la Iglesia. Cierto que no da la plena incorporación pero sí una incorporación disminuida.
 
Hay que decir también de esa incorporación, que quienes participan de ella sola, son privados de muchos dones y auxilios divinos, que pueden disfrutarse en la Iglesia católica, de forma que no pueden estar seguros de su eterna salvación (Pío XII, encíclica Mystici Corporis).

a) Quien está en la Iglesia católica como miembro pleno de la vida comunitaria, experimenta el poder salvador de Cristo en su fuerza original con pureza no turbada y con plenitud inagotable.

Quien no está de ese modo en la vida comunitaria, como los pertenecientes a grupos cristianos no-católicos, también es alcanzado y traspasado por las fuerzas salvadoras de Cristo, pero está excluido de la abundancia desbordante de la actividad de Cristo. No percibe la palabra de Dios en su indivisa totalidad, sino en una selección hecha por los hombres. 

De los sacramentos sólo recibe algunos. EI torrente de la salvación fluye para él por un cauce más estrecho y menos profundo, que a quien está viviendo dentro de la comunidad católica. De nuevo hemos de acentuar que aquí sólo hablamos de las vías ordinarias de la actividad salvadora de Cristo, que ocurre precisamente en la predicación eclesiástica de la palabra y en realización de los sacramentos.

Hay que hacer todavía otra distinción. Lo que acabamos de decir sobre la diferencia en la fuerza y abundancia de la acción salvífica de Cristo, vale de los caminos, por los que el poder salvador de Cristo entra en el hombre y penetra en su «yo», de las instituciones, procesos, medidas y acciones objetivas que sirven a la salvación. Pero es distinto de ello el modo en que el hombre se  abre a esa actividad salvadora, la fuerza con que admite en su yo el poder salvador de Cristo, para que lo transforme, lo transfigure y lo llene de la vida de Cristo. Quien está en la totalidad de la vida de la Iglesia normalmente será llenado de la vida de Cristo (gracia santificante), que de tan múltiples y diversos modos golpea y llama a su «yo». Pero es posible, que por anómalo que sea tal estado lleve en sí la estructura de Cristo (el carácter bautismal indeleble),  pero que esté privado de la vida de Cristo, porque se cierra a la actividad salvadora de Cristo y se aparta intencionadamente de El (estado de pecado mortal).

 También se puede suponer, que quien está apartado por invencible error de la abundancia de la vida de la comunidad de la Iglesia, pero lleva en sí la señal y los rasgos de Cristo (el bautizado no católico), participe de la vida de Cristo. La afirmación de que la Iglesia es la única institución salvadora no niega a los bautizados no-católicos la posibilidad de estar unidos a Cristo.

Tampoco niega que el bautizado no-católico pueda hacer una vida santa. La Iglesia católica, a pesar de su afirmación de que ella es la única que da la  salvación, cree en la eficacia de los sacramentos válidamente administrados en las comunidades cristianas no-católicas. Reconoce sobre todo el bautismo, en caso de que sea administrado según la doctrina y preceptos del Señor.

Lo mismo vale bajo determinadas condiciones del orden y de la eucaristía.
 «En aquellas comunidades no católicas, en que se conserva todavía el oficio  apostólico por la vía de la sucesión epìscopal legítima -tal como ocurre en la Iglesia oriental separada de Roma, y en las comunidades jansenistas y viejo-católicas la Iglesia reconoce todavía actualmente la validez de todos los sacramentos, en la medida en que su realización sólo dependa del poder de orden y no del poder de jurisdicción. 
En todas estas comunidades se recibe, pues, según la doctrina católica, el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor, no porque sean iglesias cismáticas, es decir, no por sus características, sino porque, a pesar de sus características, conservan todavía una herencia católica primitiva. Lo que en ellas puede santificar y salvar es lo católico que conservan» (K. Adam, Das Wesen (Ies Katholizisnlus, 12 ed., 1949, 207). 
 Esto vale de las comunidades orientales no unidas con Roma. Presupuesto para la eficacia santificadora de los sacramentos es, por parte del sujeto de ellos, la buena fe.
Quien, estando en invencible error respecto a la verdadera Iglesia de Cristo, recibe los sacramentos en una comunidad cristiana no católica, quiere estar con Cristo y está con El de hecho, aunque se engaña respecto a dónde debe buscarse la plenitud de Cristo. 

Quien reconoce a la Iglesia católica como la Iglesia de Cristo y, a pesar de ello, se aparta de ella, niega la obediencia a Cristo y está, por tanto, separado de El. Tal error invencible puede estar unido al exacto conocimiento de todos los razonamientos que aduce la teología apologética y dogmática, para demostrar que la Iglesia católica es la verdadera Iglesia de Cristo. La rectitud y validez lógicas de una argumentación no es lo mismo que su fuerza de convicción interior. Para esta convicción se necesitan determinadas disposiciones, estados y preferencias.
Uno puede conocer, por ejemplo, exactamente todas las razones aducidas a favor del Primado y rechazarlo sin mala voluntad, porque le impiden reconocer la validez de esas razones ciertas dificultades insuperables.
b) ¿Qué ocurre con los no bautizados? 
Su situación es, naturalmente, más desfavorable que la de los bautizados no-católicos. Pero tampoco están sin posibilidad de salvación. Tal posibilidad tiene también en ellos una base objetiva, ontológico-espiritual y otra base subjetiva ético-personalista.

 La primera consiste en la consecratio mundi ocurrida por la Encarnación y obra de Cristo. J/CENTRO:Por la Encarnación, derramamiento de sangre y Resurrección del Señor todo el mundo fue elevado a un estado nuevo. 

CREACION - Por Cristo fue creada una nueva situación histórica. 
La nueva situación consiste en que en Cristo fue asumida en la más estrecha relación con el Verbo divino una parte de materia de este mundo, el cuerpo de Cristo formado de las entrañas de María por obra del Espíritu Santo, y consiste en que esa materia en la Resurrección de Cristo fue trasladada y elevada al estado de glorificación. 

Desde estos acontecimientos cae una luz nueva sobre la creación. Se infundió a la creación una nueva pertenencia a Dios, que le da una dignidad celestial, que trasciende y supera grandemente la dignidad que tiene el mundo en razón de su carácter de creación. Todo hombre que entra en el mundo toma parte en ese estado del mundo, en la nueva situación producida por Cristo. Cuando Cristo se le aparece ante su mirada espiritual, es llamado a decidirse. Tiene que aceptar o negar la situación cristiana del mundo. 

 Mientras Cristo no aparezca en su horizonte, no puede decidirse conscientemente a favor o en contra de la situación creada por El.

Pero si se dirige a Dios lo hace en la historia configurada por Cristo. Su entrega a Dios está caracterizada, en consecuencia, por la pertenencia a la situación cristiana. Y viceversa: esa situación influye en su anhelo de Dios.
Este es a su vez actuación y activación de la nueva situación del mundo. En él influye, en definitiva, Cristo mismo. Cristo es además inmediatamente activo cuando con la fuerza de su gracia se apodera de quienes, aunque no están incorporados a El por el bautismo, pertenecen a El por la consecratio mundi y se abren a El en su anhelo de Dios sin conocerlo ni saber nada de El. Según la Epístola a los Efesios Cristo es también la Cabeza del universo.

Los no-bautizados de buena fe no llevan el signo que sólo el bautismo da. Sin embargo, tienen confusa y oscuramente los rasgos de Cristo. Si se dejan llevar por su conciencia moral en la que les habla el Dios revelado en Cristo, participarán también de la salvación por Cristo y por la Iglesia, su Cuerpo. El ilustre teólogo

De Lugo dice:
«Dios da suficiente luz para salvarse a toda alma que llega al uso de razón... Las diversas escuelas filosóficas y comunidades religiosas de la humanidad comunican una parte de la verdad... y la regla es: el alma que busca a Dios de buena fe, que busca su verdad y su amor, concentra la atención bajo la influencia de la gracia en estos elementos de verdad -sean pocos o muchos- que le son ofrecidos en los libros sagrados, en las instrucciones, en los cultos y reuniones de la Iglesia, secta o escuela filosófica en que haya crecido. Se alimenta de esos elementos o mejor dicho: la gracia divina alimenta y salva el alma bajo las cáscaras de esos elementos, de verdad» (Sobre la fe, sec. 19, 7. 10; 20, 107).
Mediante esta doctrina de las posibilidades de salvación de los que no pertenecen o pertenecen no plenamente a la Iglesia romano-católica, no se vacía de contenido el dogma de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Tal dogma dice que sin la Iglesia no hay salvación, que todo el que se salva, se salva por ella, lo sepa o no, lo quiera o, con un error inculpable, no lo quiera.

Esta relación con la Iglesia es relación de causa de la salvación. Pero quien está bajo la influencia salvadora de la Iglesia pertenece de algún modo a ella, sea potencial sea actualmente. La unión salvífico-causal con la Iglesia limita tanto más con la incorporación a la Iglesia, cuanto más fuerte es la causalidad salvadora. La relación ontológica entre causalidad salvadora y la pertenencia a la Iglesia implica, que aquel que rechaza formalmente, a pesar de conocerla, la pertenencia a la Iglesia, pierde también la causalidad salvadora. Y viceversa: implica el reconocimiento de la causalidad salvadora de la Iglesia para quien ve de suyo que tiende también a la incorporación a la Iglesia.

Para los bautizados no católicos existe en relación a la Iglesia romano-católica la seria obligación, importantísima para la salvación, de examinar ante Dios la legitimidad de su no-pertenencia a la Iglesia católica y, dado el caso, convertirse a ella. 

Y así el principio «sin la Iglesia no hay salvación» vuelve a remitir al principio «fuera de la Iglesia no hay salvación», en el que «fuera de la Iglesia» significa lo mismo que sin incorporación a la Iglesia no hay salvación. Para quien reconoce a la Iglesia romano-católica como Iglesia de Cristo, no sólo no hay salvación sin la causalidad salvadora de la Iglesia, sino que tampoco la hay sin su plena incorporación a ella. Quien pertenece a la Iglesia como miembro en sentido pleno, tiene toda la posibilidad de salvación ofrecida por Cristo. Realiza en su fe y en su amor a Cristo lo que El ha fundado e instituido objetivamente. Quien no pertenece a la Iglesia católica se queda por debajo de las posibilidades de salvación ofrecidas por Cristo.

Mientras lo haga sin mala voluntad, no le será para condenación. Pero seguirá estando privado de muchos bienes salvadores. Esta interpretación del dogma de que sólo la Iglesia salva hace justicia, por una parte, a la seriedad del dogma y, por otra, está lejos de decretar la condenación sobre quienes no viven dentro de los muros de la Iglesia.



INTOLERANCIA/ERROR ERROR/INTOLERANCIA 

No se puede,por tanto, reprochar a la Iglesia, que la comprensión de sí misma como medio necesario para salvarse implica intolerancia. El dogma no representa ninguna intolerancia ni espiritual ni civil: no representa intolerancia espiritual porque no niega a nadie la salvación; ni civil, porque predica y exige el amor al prójimo a todos los hombres. La Iglesia es intolerante frente al error. Ello estriba en la esencia del error. 
Quien no es intolerante frente al error destruye los fundamentos de la vida humana. 
Quien no es intolerante frente al error contra la Revelación, destruye los fundamentos de la fe. Sólo el escéptico podría predicar tolerancia en el terreno de la verdad natural. La tolerancia frente a los errores contra la Revelación divina sólo podría ser predicada por quien ve en ella no la comunicación de verdades, sino sólo una llamada de Dios.

Con el dogma de su necesidad salvadora la Iglesia profesa su ser Cuerpo de Cristo y que Cristo es el único mediador de la salvación. Lo que rechaza no es la posibilidad de salvación de quienes no pertenecen a la Iglesia, sino la afirmación de que hay muchos caminos igualmente válidos hacia la salvación, que junto a ella hay otras comunidades cristianas igualmente válidas. Cuando otras comunidades cristianas se llaman Iglesias, la apariencia de derecho no les viene de estar separadas de la Iglesia romano-católica, sino de lo que tienen de común con ella.

Por tanto, quien pertenece a una comunidad cristiana no católica no se salvará por negar el papado o el carácter sacrificial de la Eucaristía o el culto a los santos, sino por el bautismo y la palabra de Dios, que las comunidades cristianas no-cató1icas conservaron al apartarse de la Iglesia católica. Como dice Pío XI también las partes de una montaña de oro son de oro (Discurso del 9 de enero de l927 sobre las Iglesias orientales separadas). En la palabra de la predicación y en el bautismo obra Cristo o la Iglesia una, respectivamente, que es instrumento de Cristo. Pero Cristo no da la salvación por negar la verdad. De la autoconciencia de la Iglesia se sigue, por tanto, necesariamente que rechace las comunidades separadas.

Si las reconociera como hermanas legítimas con los mismos derechos, se negaría a sí misma, en cuanto Iglesia de Cristo. La pretensión de ser la única Iglesia salvadora, es decir, de ser el único camino hacia la salvación se deduce necesariamente de la unidad de la Iglesia. Como sólo hay una Iglesia, hay sólo una esperanza de salvación (Eph. 4, 4).

Cuando la Iglesia se afirma decididamente como único Cuerpo de Cristo frente a todas las demás comunidades cristianas, obra como Cristo obró cuando ante los jueces judíos y romanos se confesó Hijo de Dios. Sin esa confesión no habría sido crucificado, pero tampoco habría sido en ella el rey de la verdad.
La distinción entre un camino salvador ordinario en la Iglesia y por la Iglesia y otro extraordinario sólo por la Iglesia, no proclama dos caminos de salvación. Sigue habiendo uno solo. Pero tienen distintos recorridos. Quien de buena fe busca a Dios fuera de la Iglesia, se mueve ciertamente por el camino de la salvación. Sin embargo, dentro de la historia no llega adonde debería llegar si
caminara en el sentido querido por Cristo, no llega el bautismo.

El bautizado no-católico ha recorrido el camino hasta ese punto, pero no lo continúa porque cree que no continúa. En realidad sigue el camino. Quien llega hasta el fin, llega a ser miembro de la Iglesia católica en sentido pleno. La plena incorporación representa, por tanto, encarnarse, unirse, convertirse a Dios del modo que Cristo hizo posible y quiso. Quien en sus esfuerzos por llegar a Dios no llega a la Iglesia católica, no logra la encarnación plena de su anhelo de Dios. Pero tampoco será acogido en una acción salvadora inmediatamente procedente de Dios. Sino que será incorporado también al movimiento que partiendo de Cristo y pasando por la Iglesia y a través de ella alcanza a los hombres y les regala la salvación.

* * *

VIDAS:
Para terminar vamos a citar un texto de ·Agustin-san (Sermón 124 sobre el evangelio de San Juan; BKV, VI, 387 y sig.) que refleja la situación intrahistórica de la Iglesia y a la vez celebra su figura final:

«La Iglesia conoce dos vidas proclamadas y recomendadas por Dios. La una se hace en la fe, la otra en la contemplación. La una en el tiempo de peregrinación, la otra en la patria eterna; la una en esfuerzo, la otra en descanso; la una en camino, la otra en la patria; la una en el escenario de la actividad, la otra en la recompensa de la visión; la una se aparta del mal y obra el bien, la otra no conoce mal del que deba apartarse, está en posesión de un gran bien para disfrutarlo.

La una lucha con el enemigo, la otra reina sin enemigos; la una es fuerte en las contrariedades, la otra no conoce contrario; la una doma los placeres carnales, la otra se entrega a las delicias espirituales; la una está preocupada por el cuidado de vencer, la otra está despreocupada gozando en paz la victoria; la una tiene que pedir auxilio en las tentaciones, la otra se alegra sin tentación alguna en el Auxiliador mismo; la una asiste al necesitado, la otra está donde no hay necesitados; la una perdona pecados ajenos, para que le sean perdonados los propios, la otra no padece nada que tenga que perdonar, ni hace cosa alguna por la que tenga que ser perdonada; la una es azotada por los males, para que no se ensoberbezca en los bienes, la otra está libre de males con tal abundancia de gracia, que participa del bien supremo sin ninguna tentación de vanidad; por tanto, la una es buena, pero desgraciada, la otra es mejor y feliz. La de aquí es representada por San Pedro, la de allá por San Juan.

Esta se prolonga aquí abajo hasta el fin del mundo y allí encuentra su final; la otra es demorada, para ser realizada al fin del mundo, pero no tendrá fin en el mundo futuro.»

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3. -NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE


1.-NECESIDAD DE LA MISION PARA SALVARSE
2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION
3.-NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE
4.-LOS QUE NO PERTENECEN A LA IGLESIA TAMBIEN TIENEN POSIBILIDADES DE SALVACION


I. Doctrina eclesiástica

1.- La Iglesia no es una institución salvadora más entre muchas otras, sino la única institución salvadora fundada por Cristo y necesaria para todos. La razón de ello está en que es el Cuerpo de Cristo. Y Cristo es el camino; la verdad y la vida (Jn 14, 6). No hay otro camino de salvación aparte de ella. «En ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos» (Act. 4, 12).

Sólo el Evangelio de Cristo tiene la virtud de salvar a los hombres. «Pero aunque nosotros o un ángel del cielo os anunciase otro evangelio distinto del que os hemos anunciado, sea anatema» (Gal. 1, 8).

Cristo vive y obra en la Iglesia y por la Iglesia. En ella y por ella actualiza el Espíritu Santo la obra de Cristo hasta el fin de los tiempos. En la Iglesia, y sólo en ella, está El presente como Señor crucificado y glorificado que quiere dar parte a todos los hombres en su muerte y resurrección. Si no hay salvación alguna sin Cristo, sin la Iglesia, en la que está actuando Cristo, tampoco hay salvación. 

 Cristo actúa en la Iglesia como Cabeza, de la que no se puede separar el Cuerpo. Las palabras «sin Cristo no hay salvación» significan, por tanto, que sin la Iglesia -Cuerpo místico de Cristo- no hay salvación. Si el hombre sólo puede llegar al Padre por Cristo (Jn. l4, 6) y Cristo sólo obra por medio de la Iglesia, a la salvación sólo0 se puede llegar a través de la Iglesia.

2. La Iglesia siempre tuvo el convencimiento de que es el camino de salvación, el único camino salvador para los hombres. Ha expresado muchas veces esa su autocomprensión y la ha expresado por causa de su conciencia de ser responsable de la salvación de los hombres. Todas sus manifestaciones en ese sentido intentan mover al hombre a entrar en la Iglesia. La fórmula más expresiva es la de que fuera de la Iglesia no hay salvación, que ella es la única que da la bienaventuranza. El IV concilio de Letrán, 1215, declara:
«Y una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie absolutamente se salva, y en ella el mismo sacerdote es sacrificio, Jesucristo, cuyo cuerpo y sangre se contiene verdaderamente en el sacramento del altar bajo las especies de pan y vino, después de transustanciados, por virtud divina, el pan en el cuerpo y el vino en la sangre, a fin de que, para acabar el misterio de la unidad, recibamos nosotros de lo suyo lo que El recibió de lo nuestro. Y este sacramento nadie ciertamente puede realizarlo sino el sacerdote que hubiere sido debidamente ordenado, según las llaves de la Iglesia, que el mismo Jesucristo concedió a los Apóstoles y a sus sucesores.

En cambio, el sacramento del bautismo (que se consagra en el agua por la invocación de Dios y de la indivisa Trinidad, es decir, del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo) aprovecha para la salvación, tanto a los niños como a los adultos fuere quienquiera el que lo confiere debidamente en la forma de la Iglesia. Y si alguno, después de recibido el bautismo, hubiere caído en pecado, siempre puede repararse por una verdadera penitencia. Y no sólo los vírgenes y continentes, sino también los casados merecen llegar a la bienaventuranza eterna, agradando a Dios por medio de su recta fe y buenas obras»
(D. 430).
En la bula Unam Sanctam del papa Bonifacio VIII (1302) se dice:
«Por apremio de la fe, estamos obligados a creer y mantener que hay una sola y Santa Iglesia católica y la misma Apostólica, y nosotros firmemente la creemos y simplemente la confesamos, y fuera de ella no hay salvación ni perdón de los pecados, como quiera que el Esposo clama en los cantares:

«Una sola es mi paloma, una sola es mi perfecta. Única es ella de su madre, la preferida de la que la dio a luz» (Cant 6, 8). Ella representa un solo cuerpo místico, cuya cabeza es Cristo, y la cabeza de Cristo, Dios. En ella hay «un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» {Eph. 4, 5).

Una sola, en efecto, fue el arca de Noé en tiempo del diluvio, la cual prefiguraba a la única Iglesia, y, con el techo en pendiente de un codo de altura, llevaba un solo rector y gobernador, Noé, y fuera de ella leemos haber sido borrado cuanto existía sobre la tierra. Mas a la Iglesia la veneramos también como única, pues dice el Señor en el Profeta: «Arranca de la espada, oh Dios, a mi alma y del poder de los canes a mi única» (Ps. 21, 21).

Oró, en efecto, juntamente por su alma, es decir, por sí mismo, que es la cabeza, y por su cuerpo, y a ese cuerpo llamó su única Iglesia, por razón de la unidad del esposo, la fe, los sacramentos y la caridad de la Iglesia. Esta es aquella túnica del Señor, inconsútil (lo. 19, 23), que no fue rasgada, sino que se echó a suertes. La Iglesia, pues que es una y única, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor, puesto que dice el Señor al mismo Pedro: «Apacienta a mis ovejas» (lo. 21, 17). Mis ovejas dijo, y de modo general, no estas o aquéllas en particular; por lo que se entiende que se las encomendó todas. Si, pues, los griegos u otros dicen no haber sido encomendados a Pedro y a sus sucesores, menester es que confiesen no ser de las ovejas de Cristo, puesto que dice el Señor en Juan que hay un solo rebaño y un solo pastor (lo. 10, 16)» (D. 468).
Con más claridad se expresa aún el Concilio de Florencia (1432):
«Fielmente cree, profesa y predica que nadie que no esté dentro de la Iglesia Católica, no sólo paganos, sino también judíos o herejes y cismáticos, puede hacerse partícipe de la vida eterna, sino que irá «al fuego eterno que está aparejado para el diablo y sus ángeles» (Mt. 25, 41), a no ser que antes de su muerte se uniere con ella; y que es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que solo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana.
Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica» (D. 714).
El papa Pío IX, en la Singulari quadam contra el racionalismo e indiferentismo o equiparación de todas las formas religiosas, se expresa de la manera siguiente respecto a la necesidad de la Iglesia para salvarse:
«En efecto, por la fe debe sostenerse que fuera de la Iglesia Apostólica Romana nadie puede salvarse; que esta es la única arca de salvación; que quien en ella no hubiere entrado, perecerá en el diluvio. Sin embargo, también hay que tener por cierto que quienes sufren ignorancia de la verdadera religión, si aquélla es invencible, no son ante los ojos del Señor reos por ello de culpa alguna.

Ahora bien, ¿quién será tan arrogante que sea capaz de señalar los límites de esta ignorancia, conforme a la razón y variedad de pueblos, regiones, caracteres y de tantas otras y tan numerosas circunstancias?
A la verdad, cuando, libres de estos lazos corpóreos, «veamos a Dios tal como es» (I Jo. 3, 2), entenderemos ciertamente con cuán estrecho y bello nexo están unidas la misericordia y la justicia divinas; mas en tanto nos hallamos en la tierra agravados por este peso mortal, que embota el alma, mantengamos firmísimamente según la doctrina católica «que hay un solo Dios, una sola fe, un solo bautismo» (Eph. 4, 5): Pasar más allá en nuestra inquisición, es ilícito» (D. 1647).
Parecida formulación encontramos en el proyecto que los teólogos prepararon para aconsejar al Concilio Vaticano. El capítulo 6 y 7 del proyecto se ocupan de nuestra cuestión. Dice el texto:
«¡Ojalá entiendan todos cuán necesaria es esta sociedad, la Iglesia de Cristo, para conseguir la salvación! Esta necesidad corresponde a la grandeza de la comunidad y a la unión con Cristo, su Cabeza, de su Cuerpo místico. Pues a ninguna otra comunidad alimenta y favorece como a Iglesia suya; sólo a ella a la que ama y por la que se entregó, para santificarla y purificarla en las aguas del bautismo por medio de la palabra de la vida. El quiso hacerla su gloriosa Iglesia sin mancha ni arruga ni otra falta alguna. Debía ser santa e incólume.

Por tanto, enseñamos: La Iglesia no es una comunidad libre, respecto a la que es indiferente conocerla o no, entrar en ella o no entrar. Es absolutamente necesaria, y no sólo a consecuencia del mandato de Nuestro Señor, por el que el Salvador de todos los pueblos mandó entrar en su Iglesia; es también necesaria en cuanto medio, porque en el orden salvífico instituido por la Providencia divina no puede ser conseguida la comunidad con el Espíritu Santo, ni la participación en la verdad y en la vida, si no es en la Iglesia y por la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo.
Además es dogma de fe: fuera de la Iglesia nadie puede ser salvado.
Cierto que no todos los que viven en una invencible ignorancia de Cristo y de la Iglesia se condenarán por esa su ignorancia. Pues a los ojos del Señor que quiere que todos los hombres se salven y lleguen a] conocimiento de la verdad, esa ignorancia no es culpable. Además El regala su gracia a todo el que se esfuerza según sus posibilidades, de forma que ése puede alcanzar la justificación y la vida eterna. Pero no recibe esa gracia nadie, que por propia culpa se haya separado de la unidad de la fe o de la comunidad de la Iglesia por su propia culpa, y haya muerto así.

Quien no está en este arca perecerá en el diluvio. Por eso rechazamos y abominamos las ateas doctrinas de la igualdad de las religiones, que contradicen a la razón humana. Así quieren los hijos de este mundo negar la distinción entre lo verdadero y lo falso y decir la puerta para la vida eterna está abierta para todos y es indiferente la religión de que procedan; sobre la verdad de una religión sólo hay mayor o menor probabilidad, pero jamás certeza.

También condenamos la atea opinión de quienes cierran a los hombres el reino de los cielos con la falsa excusa: es inconveniente y en cualquier caso no es necesario para la salvación abandonar la religión en que se ha nacido, y crecido y en la que uno ha sido educado, aunque sea falsa. Hasta acusan a la lglesia, que declara que ella es la única religión verdadera y que condena y rechaza todas las demás religiones y sectas separadas de su comunidad. Piensan que la injusticia puede tener parte en la justicia o la tiniebla en la luz, o que Cristo puede hacer un convenio con Satanás.»

Il. Doctrina de la Escritura y de los Padres

1. Con esta autointerpretación la Iglesia expresa lo que dicen la Escritura y la Tradición. Según el testimonio de la Escritura Cristo  encargó a los Apóstoles adoctrinar a todos los pueblos y bautizar a los que crean
La salvación depende de si los hombres dan fe a las palabras de los Apóstoles y se hacen bautizar (Mt. 28 19 y sig.). «Si los desoyere, comunícalo a la Iglesia, y si a la Iglesia desoye, sea para ti como gentil o publicano» (Mt. 18, 17) «EI que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenara» (Mc. 16, 16).
En la predicación de los Apóstoles, la fe en sus palabras y la fe en Cristo coinciden. Sólo en Cristo hay salvación. Pedro declara ante el Sanedrín: «En ningún otro hay salvación» ( c., 2).

2. En los Padres la fe en la necesidad de la Iglesia para salvarse se expresa en la fe en la unidad de la Iglesia. Se manifestó en la Iglesia antigua, aparte de en la lucha contra las herejías, en los esfuerzos por extender la fe en Cristo, y en él están dispuestos a dar la vida por la pertenencia a la Iglesia. La tesis de la necesidad de la Iglesia para salvarse es formalmente expresada en las palabras de San Ireneo, de que nadie puede tener parte en el Espíritu Santo, si no viene a la Iglesia (Contra las herejías III, 24,
1). Con inexorable decisión declara San·Cipriano: «Para poder tener a Dios por padre, hay que tener a la Iglesia por madre» (Carta 74, 7). Y en otra ocasión: «Nadie puede ser bienaventurado excepto en la Iglesia» (Carta 4, 4). El año 256 escribe al obispo Jubaianus con la mayor concisión: «fuera de la Iglesia no hay salvación» (Carta 73, 21). Esta afirmación acuña la fórmula que más claramente expresa la pretensión de la Iglesia de ser la única que da la salvación. Por lo demás también Orígenes dice: «fuera de la Iglesia nadie se salva» (In libr Jesu Nave homil. 3, 5).
Con frecuencia ven los Padres prefigurada la necesidad de la Iglesia para salvarse en el arca de Noé. El arca es un «tipo» de la Iglesia que salva a los hombres del diluvio del pecado. Sin el arca perecerían.
Ill. Interpretación de la doctrina de la Iglesia

La Iglesia es necesaria para la salvación no en razón de un precepto positivo de Cristo, sino en razón de su sentido y esencia. Seria positivismo teológico injustificado ver en la necesidad de la Iglesia para la salvación únicamente una necessitas praecepti El realismo teológico, que entiende a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, ve en su necesidad para la salvación una necessitas medii. De ello no hay dispensa como de una ley positiva

La Iglesia es el medio salvador instituido por Cristo, porque en ella están depositados los bienes de la salvación.
La necesidad de la Iglesia para la salvación se funda en la  ontología de la Iglesia, instituida por Dios o por Cristo, respectivamente. Cristo no confió sus bienes salvadores a nadie excepto a su Esposa, la Iglesia. Ella los hace accesibles al hombre mediante la palabra y el sacramento.

SCHMAUS - TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA - RIALP. MADRID 1960.Págs. 786-791

2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION




2. Para el cristiano de hoy se ha hecho algo inconcebible que el cristianismo, más exactamente la Iglesia católica, sea el único camino de salvación; con ello se ha hecho problemático, desde dentro, el absolutismo de la Iglesia y, consiguientemente, también la estricta seriedad de su pretensión misional y hasta de todas sus exigencias. En la meditación sobre la encarnación, Ignacio de Loyola hace todavía meditar al ejercitante sobre cómo el Dios trino ve caer al infierno a todos los hombres. Francisco Javier podía todavía oponer a los creyentes mahometanos cuya piedad era vana por completo, puesto que, piadosos o impíos, criminales o virtuosos, tendrían en todo caso que ir al infierno, porque no pertenecían a la única Iglesia que salva.

Hoy día, un nuevo concepto de humanidad nos prohíbe sencillamente mantener tales ideas. No podemos creer que el hombre que está a nuestro lado y es un magnífico ejemplar de abnegación y bondad, haya de ir al infierno por no ser un católico practicante. La idea de que todos los hombres «buenos» se salvan es hoy tan evidente para el cristiano normal como lo fuera antaño la creencia contraria. 

Desde Belarmino, que fue uno de los primeros en tener en cuenta este deseo humanitario, han tratado las teólogos de explicar de distintas formas cómo la salvación de todos los hombres «decentes» sea a la postre precisamente una salvación por medio de la Iglesia, pero estas construcciones eran demasiado
artificiosas como para impresionar vivamente. En la práctica quedó la idea de que «las personas decentes» van al cielo y que, por lo mismo pueden salvarse sola moralitate.

 A decir verdad, esto se concede por lo pronto únicamente para los infieles o incrédulos, mientras que los creyentes siguen aguantando el peso del rígido sistema de las exigencias eclesiásticas.
El creyente se pregunta un poco confuso por qué han de resultar las cosas tan sencillas para los de fuera, cuando tan difíciles se nos hacen a nosotros. Y llega a sentir su fe como carga y no como gracia. En todo caso, le queda la impresión de que, en definitiva, hay dos caminos de salvación: el camino de la simple moralidad, enjuiciada de un modo muy subjetivo, para los que están fuera de la Iglesia, y el camino eclesiástico.

El cristiano no puede tener la sensación de que haya tomado el camino más agradable; en todo caso, su fe queda sensiblemente lastrada por la apertura de un camino de salvación al margen de la Iglesia. Es evidente que el empuje misional de la Iglesia sufre de una manera muy sensible bajo esta incertidumbre interna.

Como respuesta a esta cuestión, que es seguramente la que más pesa sobre los cristianos de hoy, quiero mostrar con unas indicaciones brevísimas que sólo hay un camino de salvación, el camino que pasa por Cristo. Pero este camino tiene de antemano un radio doble: alcanza "al mundo", "a los muchos" (es decir, a todos); pero al mismo tiempo se dice que su lugar propio es la Iglesia.

Así, por su esencia misma pertenece a este camino una referencia de los «pocos» y «los muchos», que en cuanto relación de unos para otros, es parte de la forma en que Dios salva, no expresión del fracaso de la voluntad divina. 
Ello comienza ya por el hecho de que Dios separa al pueblo de Israel de todos los otros pueblos del mundo como pueblo de su elección. ¿Significará acaso esto que sólo Israel es elegido y que todos los otros pueblos son arrojadas a la perdición? 
De momento parece efectivamente como si la coexistencia del pueblo escogido y de los pueblos no escogidos hubiera de pensarse en este sentido estático: como una yuxtaposición de dos grupos diversos.

Pero muy pronto se ve que no es así; porque en Cristo la coexistencia estática de judíos y gentiles se torna dinámica, de suerte que también los gentiles precisamente por su no elección pasan a ser elegidos, sin que por eso resulte definitivamente ilusoria la elección de Israel, como lo demuestra Rom 11. Por ahí se ve que Dios puede escoger a los hombres de dos maneras: directamente o a través de su aparente reprobación.

 Dicho más claramente: se comprueba que Dios divide ciertamente la humanidad entre los «pocos» y los «muchos», división que retorna constantemente en la Escritura: 
«Estrecho es el camino que conduce a la vida, y pocos son los que lo encuentran» (Mt 7,14); «los trabajadores son pocos~ (Mt 9,37); «pocos son los escogidos» (Mt 22,14); "no temas, rebaño pequeñito" (Lc 12,32); Jesús da su vida en rescate por "los muchos" (Mc 10,45); la antítesis de judíos y gentiles, de Iglesia y no Iglesia repite esta división en pocos y muchos.
 Pero Dios no divide a la humanidad en pocos y muchos para arrojar a éstos en la fosa de la perdición y salvar a aquéllos, ni tampoco para salvar a los muchos fácilmente y a los pocos con muchos requisitos, sino que utiliza a los pocos casi como el punto de apoyo de Arquímedes con el que puede sacar de quicio a los muchos, como palanca con que atraerlos a sí. Todos tienen su puesto en el camino de la salvación que es diverso sin perder su unidad.

Esta contraposición sólo puede entenderse rectamente si se advierte que tiene por base la contraposición de Cristo y la humanidad del Uno y los muchos. Aquí se ve bien claramente el contraste: la verdad es que toda la humanidad merece la reprobación y sólo Uno la salvación. Con ello se pone de manifiesto algo muy importante que ordinariamente casi se pasa por alto en este contexto, pese a ser lo más decisivo: el carácter gratuito de la salvación, el hecho de que es una muestra de favor y misericordia absolutamente libre, porque la salvación del hombre consiste en que es amado por Dios y su vida se encuentra a fin de cuentas en los brazos del amor infinito.

Sin ese amor todo lo demás sería vacío para él. Una eternidad sin amor es el infierno, aunque no le pasara al hombre nada más. La salvación del  hombre consiste en ser amado por Dios; mas para el amor no hay ningún título jurídico, ni se apoya tampoco en las excelencias morales o de cualquier otro tipo. 
El amor es esencialmente un acto libre, de lo contrario, no es amor. Eso lo pasamos por alto las más veces con todo nuestro moralismo. En realidad ninguna moralidad, por subida que fuere, puede transformar la libre respuesta al amor en un título jurídico.

Así, la salvación sigue siendo gracia libre, aun prescindiendo del pecado. Pero del pecado no se puede propiamente prescindir, porque aun la moralidad más alta sigue siendo la moralidad de un pecador. 
Nadie puede negar honradamente que hasta las más altas decisiones morales del hombre están de alguna manera y en algún momento corroídas por el egoísmo, por muy sutil y oculto que sea. Queda, pues, en pie que en la antítesis entre Cristo, el Uno, y nosotros, los muchos, nosotros somos indignos de la salvación, seamos cristianos o no cristianos, creyentes o incrédulos, morales o inmorales; nadie
"merece" realmente la salvación, fuera de Cristo.

Pero aquí cabalmente viene el admirable intercambio. A los hombres todos conviene la reprobación, a Cristo sólo la salvación.
En el sagrado intercambio acontece lo contrario: él sólo toma sobre sí la perdición entera y deja así libre el lugar de la salud para todos nosotros. 
Cualquier salvación que puede darse para los hombres, estriba en este intercambio fundamental entre Cristo, el Uno, y nosotros, los muchos; y admitir esto es la humildad de la fe. Con esto pudiera propiamente terminar todo; pero, sorprendentemente, se añade ahora que, por voluntad de Dios, continúe este gran misterio de la representación, del que vive toda la historia, en una entera plenitud de representaciones que tiene su coronamiento y unión en la coordinación de Iglesia y no iglesia, de creyentes y gentiles.

La antítesis de Iglesia y no iglesia no significa una coexistencia ni una contraposición, sino una referencia mutua en que cada parte posee su función. A los pocos que constituyen la Iglesia se les ha encomendado, en prosecución de la misión de Cristo, la representación de los muchos, y la salvación de unos y otros acontece únicamente en su mutua coordinación y en su común subordinación bajo la gran representación de Jesucristo, que los abarca a todos.

Ahora bien, si la humanidad se salva en esta representación por Cristo y en su prosecución mediante la dialéctica de los pocos y de los muchos, ello quiere decir también que todo hombre y sobre todo los creyentes tienen su función ineludible en el proceso general de la salvación de la humanidad. 

Si los hombres, y ciertamente que en su mayoría, se salvan sin pertenecer en sentido pleno a la comunidad de los creyentes, ello se debe a que hay una Iglesia como realidad dinámica y misionera, y a que los llamados a la Iglesia cumplen la misión propia de los pocos. Ello quiere decir que se da todo el peso de la auténtica responsabilidad y el peligro de un fallo real, de una perdición real.

Aun cuando sabemos que hay hombres, muchos hombres, que se salvan estando aparentemente fuera de la Iglesia, sabemos sin embargo, también, que la salvación de todos supone siempre la referencia de los pocos y de los muchos; hay una vocación ante la que el hombre puede hacerse culpable, y una culpa por la que puede perderse. 
Nadie tiene derecho a decir que si otros se salvan sin la entera responsabilidad de la fe católica ¿por qué no puedo salvarme también yo? Pero ¿por dónde sabes tú que la plena fe católica no sea cabalmente tu misión de todo punto necesaria, que Dios te ha impuesto por razones que no debes regatear, porque pertenecen a las cosas de las que dijo Jesús: «ahora no lo entiendes, pero lo entenderás más adelante» (cf. Jn 13,36)?

Así, cabe decir con respecto a los paganos modernos que el cristiano puede saber que la salvación de los mismos está asegurada por la gracia de Dios, de la que depende también su propia salvación; pero que, con respecto a su posible salvación, no puede dispensarse de la responsabilidad de su propia existencia de creyente, sino que cabalmente la incredulidad de aquéllos debe ser para él el más fuerte aguijón para una fe más llena, al sentirse incluido en la función representativa de Jesucristo, de quien depende la salvación del mundo y no sólo la de los cristianos.

Para terminar, quisiera aclarar algo más estas ideas con una breve exposición de dos textos bíblicos en que cabe reconocer una toma de posición ante este problema.
 Sea primero el texto difícil y oprimente en que se expresa con particular énfasis el contraste entre los pocos y los muchos: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (/Mt/22/14). ¿Qué quiere decir este texto?

No dice desde luego que muchos sean reprobados, como quiere comúnmente deducirse de él; por de pronto sólo afirma que hay diversas formas de elección divina. 
Más exactamente todavía, dice claramente que hay dos actos divinos distintos, que tienden ambos a la elección, sin que se nos aclare si los dos alcanzan también su fin. Pero si se contempla la marcha de la historia sagrada, tal como la expone el Nuevo Testamento. queda ilustrada esta palabra del Señor. De la coexistencia estática del pueblo escogido y de los pueblos no escogidos se hizo en Cristo una relación dinámica, de forma que los gentiles precisamente por su no elección vinieron a ser escogidos y luego, por la elección de los gentiles, vuelven también los judíos a su elección.

Así estas palabras del Señor pueden convertirse para nosotros en doctrina importante. La cuestión sobre la salvación de los hombres se plantea falsamente siempre que se plantea desde abajo, acerca de la manera como los hombres se justifican. La cuestión de la salvación humana no es cuestión de autojustificación, sino de justificación de Dios por su libre misericordia. Se trata de mirar las cosas desde arriba. No hay dos modos de justificarse los hombres, sino dos modos con que Dios los elige; y estos dos modos de elección divina son el camino único de salud en Cristo y en su Iglesia, salud que estriba en la coordinación de los pocos y de los muchos y en el servicio representativo de los pocos que continúan la representación de Cristo.

El segundo texto es el del gran banquete (/Lc/14/16-24 par). Este evangelio es por de pronto, en sentido muy radical, una buena nueva, al contar que, al cabo, el cielo se llena hasta los topes con todos aquellos a los que hay que empujar de algún modo, con gentes que son totalmente indignas, que con relación al cielo son ciegos, sordos, cojos y mendigos. Un acto radical de gracia, consiguientemente; ¿y quién impugnará que también todos nuestros paganos europeos de hoy puedan entrar de igual manera en el cielo? 
Todo el mundo tiene esperanza por razón de este pasaje. Por otra parte, sigue en pie la responsabilidad. Está el grupo de aquellos que son rechazados para siempre.

¿Quién sabe si entre estos fariseos rechazados no habrá también muchos que creían poder considerarse buenos católicos y eran en realidad fariseos? Y, a la verdad, ¿quién sabe, a la inversa, si entre aquellos que no aceptan la invitación no se encuentran cabalmente también los europeos a quienes se les ha ofrecido el cristianismo, pero lo han dejado caer? 
En conclusión, para todos hay a la vez esperanza y amenaza. En este punto de intersección entre la esperanza y la amenaza, de que emanan la responsabilidad y el alto gozo de ser cristiano, debe el cristiano de hoy gobernar su existencia en medio de los nuevos paganos, que sabe están colocados en la misma esperanza y amenaza, porque tampoco para ellos hay otra salvación que aquella en que cree el cristiano: Jesucristo Señor.

JOSEPH RATZINGER - EL NUEVO PUEBLO DE DIOS
HERDER 101 BARCELONA ESPAÑA 1972.Págs. 367-373

1.--NECESIDAD DE LA MISION PARA SALVARSE




1.-NECESIDAD DE LA MISION PARA SALVARSE
2.-LA IGLESIA UNICO CAMINO DE SALVACION
3.-NECESIDAD DE LA IGLESIA PARA SALVARSE
4.-LOS QUE NO PERTENECEN A LA IGLESIA TAMBIEN TIENEN POSIBILIDADES DE SALVACION


Hoy día no compartimos ya la opinión de Francisco Javier de que sin misiones los hombres deberán ir todos y sin remedio al infierno. Al lado de su referencia a la salvación y tal vez incluso antes que esa referencia inmediata, las misiones se fundan en que de ese modo la Iglesia realiza su propia dinámica interna, el estarabierta para todos, al expresar simbólicamente la hospitalidad de Dios que ha convidado a todos los hombres a ser comensales en el banquete de bodas de su Hijo.

Aquel desbordamiento divino, que es característico de la acción de Dios en la creación y en la historia de la salvación, se expresa también en las misiones con las que la Iglesia se abre a sí misma y realiza, juntamente con Dios e imitándole, el desbordamiento de la caridad divina hacia fuera. Las misiones tienen además que realizarse para que la historia llegue a su término, para que el cuerpo desgarrado de la humanidad logre de nuevo su unidad.

La esencia del pecado está en la disociación del individuo por el egoísmo. El pecado es un misterio de separación, de desgarro, por el que la humanidad se escinde en el egoísmo de los muchos, de los que cada uno sólo se conoce y se entiende a sí mismo. La esencia, empero, del advenimiento de Cristo es la unión, la reducción de los miembros dispersos de la humanidad a un solo cuerpo.
Su signo es Pentecostés, el milagro de entenderse, que crea la caridad y reduce lo separado a la unidad. Así, en las misiones la Iglesia realiza su verdadera esencia de historia de la salvación, el misterio de la unión.

Se dan las misiones para completar el milagro de pentecostés, para curar la escisión que divide al cuerpo de la humanidad y para llevarla desde Babilonia a la realidad de pentecostés. Así sólo en las misiones aparece completamente a la vista lo que es la Iglesia: servicio del misterio de la unión, que Cristo quiso operar en su cuerpo crucificado.

JOSEPH RATZINGER – EN EL SIGLO s.s. Benedicto PP XVI.
EL NUEVO PUEBLO DE DIOS-HERDER 101 BARCELONA ESPAÑA-1972.Pág. 118