¿QUÉ ES ADORAR A DIOS?
Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño. Yo le pertenezco. Adorar a Dios, entonces, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad.Tú eres mi Creador, yo tu creatura,
Tú mi Hacedor, yo tu hechura,
Tú mi Dueño, yo tu propiedad.
Aquí estoy para hacer tu Voluntad.
COMO ADORAR
Recordemos la escena de los Reyes Magos ante el Niño Jesús y la de los 24 Ancianos del Apocalipsis, los cuales se postraron y adoraron al Señor, quitándose sus coronas. Quitarnos nuestras coronas es despojarnos de nuestro yo. Despojarnos de nosotros mismos es estar frente a Dios en la verdad.
“Los verdadero adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Somos capaces de ser veraces prácticamente sólo cuando adoramos.
La adoración es lo que nos hace estar en verdad.
Nos ponemos, entonces, delante de Dios en desnudez, como Job cuando al final aceptó -por fin- que recibía todo de Dios: “Reconozco que lo puedes todo” (Job 42, 1-6).
Notemos que la Virgen habla de pequeñas y fervientes oraciones: jaculatorias, actos de amor, de decirle algo al Señor, de tomar conciencia de que está con uno en ese momento.
No tienen que ser interrupciones largas: son pequeños momentos de contacto con el Señor, pequeños momentos de adoración.
“Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Entonces serán verdaderos adoradores del Padre, tal como El mismo lo quiere.” (Jn. 4, 23-24).
Y … ¿qué es adorar al Padre en espíritu y en verdad”? Es reconocer en nuestro interior lo que somos de verdad: hechura de Dios, propiedad de Dios. “Tú el Hacedor, y yo la hechura” (Santa Catalina de Siena, Diálogos: Gusté y ví).
¿Nos reconocemos así? ¿Reconocemos a Dios como nuestro Hacedor y, por tanto, nuestro Dueño? ¿Nos comportamos así … como creaturas? ¿O nos comportamos como dueños de nosotros mismos para estar a tónica con el mundo del que no debemos formar parte? “Ellos no son del mundo” (Jn. 17, 16)?
Podemos ser adoradores en espíritu y en verdad en la medida en que realmente nos rindamos ante El.
Rendirse ante El. Eso es adorar a Dios; eso es a d o r a r l o. Como los Reyes Magos al estar frente al Niño Jesús (“Vieron al Niño con María y, postrados, le adoraron” (Mt. 2, 11).
Como los 24 ancianos en la Liturgia Celestial que describe el Apocalipsis, que representan al pueblo de Dios fiel (“Se arrodillan ante el que está sentado en el trono, adoran al que vive por los siglos de los siglos y arrojan sus coronas delante del trono ”-Ap. 4, 10)
Debemos inclinarnos, arrodillarnos, postrarnos ante El, pero no sólo con el gesto físico que debemos hacer, sino verdaderamente en actitud de inferioridad absoluta ante Quien nos posee, porque nos ha creado. En actitud de quitarnos nuestras coronas de orgullo, de engreimiento, de independencia ante Dios. Quitarnos el hábito de estar continuamente tratando de disponerle a El.
En la adoración nos encontramos con Dios y nos reconocemos sus creaturas, dependientes de El, nuestro Padre y Creador, nuestro principio y nuestro fin.
Y ¿cuál es nuestra verdad? Que somos directamente dependientes de Dios. No nos valemos por nosotros mismos. La adoraciónexige esa pobreza de las bienaventuranzas: ser pobre de espíritu. Es la pobreza radical de quien se sabe nada. Nada somos, nada tenemos. Equivale a: “Dios es Todo, yo soy nada”, de Santa Catalina de Siena.
Al descubrir a Dios como Creador,descubrimos inmediatamente que no somos nada y que todo lo recibimos de El. Nos ponemos, entonces, delante de Dios en desnudez, como Job cuando al final aceptó -por fin- que recibía todo de Dios: “Reconozco que lo puedes todo” (Job 42, 1-6).
Como la canción Maranatha: “Haz que me quede desnudo ante tu presencia, haz que abandone mi vieja razón de existir”. Hay que abandonar las alforjas que cargamos y el viejo vestido, que llevamos puesto. Y que pretendemos llevarlo –inclusive- a la oración.
CUANDO ADORAR
Adorar siete veces al día
Un Abad Cistercience de nuestra época, que había sido militar, un día sintió el llamado del Señor para hacerse trapense.
El se sentía llamado a una vida contemplativa, al silencio y al recogimiento. Al principio se sintió muy bien en la Trapa, pero al cabo de unos años se dio cuenta que los monjes del convento donde estaba no eran contemplativos ¡eran trabajadores!
El seguía siendo contemplativo y orando, por instrucciones del Señor. Los Monjes rezaban el Oficio Divino juntos, estaban en Misa juntos. Pero …¿?
Y un día fue nombrado Abad y pensó: “Ahora soy responsable de esta comunidad de trabajadores que debe convertirse en una comunidad contemplativa”.
Invocando al Espíritu Santo para ver cómo hacer, recibió la respuesta: “Recuérdales el deber de la adoración; ya no adoran. Intentan cantar las alabanzas de Dios, pero ya no adoran, de modo que ya no puedo hacer nada por ellos. Diles que adoren siete veces al día”.
¿Por qué siete veces al día?
No sólo porque siete es el número de la plenitud, sino por la frase del Salmo: “Siete veces al día te alabo, a causa de tus justos juicios” (Salmo 119, 164).
No es casualidad que la Santísima Virgen María en el mensaje en Medyugorie del 25-2-08 dice algo parecido: “Que vuestro día esté hilvanado de pequeñas y fervientes oraciones”.
Notemos que la Virgen habla de pequeñas y fervientes oraciones: jaculatorias, actos de amor, de decirle algo al Señor, de tomar conciencia de que está con uno en ese momento.
No tienen que ser interrupciones largas: son pequeños momentos de contacto con el Señor, pequeños momentos de adoración.
Comenzando con el ofrecimiento de obras (“soy tuyo, Señor, el día es tuyo, haz conmigo lo que quieras: aquí estoy para hacer tu Voluntad”) y terminando con el examen de conciencia en la noche (“qué he hecho hoy que Jesús no hubiera hecho … perdóname Señor, quiero ser como Tú eres y hacer lo que Tú harías”), sólo hay que hilvanar unos cuantos más a lo largo de la jornada diaria, por ejemplo, cada vez que cambiemos de ocupación.
Pero volvamos al Monasterio Trapense: al cabo de seis meses, la Trapa de trabajadores se había convertido en una Trapa de contemplativos.
"ADORAR EN ESPIRITUY EN VERDAD"
“Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Entonces serán verdaderos adoradores del Padre, tal como El mismo lo quiere.” (Jn. 4, 23-24).
¿Nos reconocemos así? ¿Reconocemos a Dios como nuestro Hacedor y, por tanto, nuestro Dueño? ¿Nos comportamos así … como creaturas? ¿O nos comportamos como dueños de nosotros mismos para estar a tónica con el mundo del que no debemos formar parte? “Ellos no son del mundo” (Jn. 17, 16)?
Podemos ser adoradores en espíritu y en verdad en la medida en que realmente nos rindamos ante El.
Rendirse ante El. Eso es adorar a Dios; eso es a d o r a r l o. Como los Reyes Magos al estar frente al Niño Jesús (“Vieron al Niño con María y, postrados, le adoraron” (Mt. 2, 11).
Como los 24 ancianos en la Liturgia Celestial que describe el Apocalipsis, que representan al pueblo de Dios fiel (“Se arrodillan ante el que está sentado en el trono, adoran al que vive por los siglos de los siglos y arrojan sus coronas delante del trono ”-Ap. 4, 10)
Debemos inclinarnos, arrodillarnos, postrarnos ante El, pero no sólo con el gesto físico que debemos hacer, sino verdaderamente en actitud de inferioridad absoluta ante Quien nos posee, porque nos ha creado. En actitud de quitarnos nuestras coronas de orgullo, de engreimiento, de independencia ante Dios. Quitarnos el hábito de estar continuamente tratando de disponerle a El.
Adorar a Dios, entonces, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad. No tener voluntad propia, sino adherir nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. Tenemos libertad para escoger, pero ser libres no es hacer lo que queramos. Ser libres es escoger libremente a Dios y su Voluntad. Ser libres es ir descubriendo la Voluntad de Dios en la oración.
Es la adoración al Señor lo que nos hará libres, porque al adorar estamos en la Verdad: nos reconocemos creaturas, es decir, hechura de Dios, dependientes de El. Reconocemos que no nos valemos por nosotros mismos (si cada latido de nuestro corazón depende de El, ¿de qué podemos presumir?) En la adoración nos encontramos con Dios y nos reconocemos sus creaturas, dependientes de El, nuestro Padre y Creador, nuestro principio y nuestro fin.